miércoles, 19 de julio de 2017

La naturaleza de la vida está constituida por la estructura del deseo: pulsión de vida, pulsión de muerte. / Por Macarena Yupanqui


  La naturaleza de la vida, está constituida por el deseo, o más bien, el deseo es inherente a toda manifestación de vida. Así como los protones y los electrones crean fuerzas de atracción y de repulsión, debido a su carga eléctrica positiva y negativa respectivamente, la psique humana se comporta en relación a atracciones y rechazos. Ahora bien, en ambos casos, podemos reconocer la presencia de una similitud de movimiento, pero aparentemente desconocemos la naturaleza de estas fuerzas, desconocemos el motor que inicia el movimiento y, es justamente en este punto, donde aparece la idea del deseo como motor de vida.
  Es preciso, entender el  movimiento, como el modo en que se manifiesta la vida. Todo es, gracias al movimiento. Siguiendo con el ejemplo anterior, las partículas subatómicas que dan vida a la materia, funcionan gracias al movimiento, la vida humana también responde debido al movimiento de quien la vive, etc. Es decir, debemos partir entendiendo el deseo como motor de movimiento. Esto implica necesariamente, salirse de la idea tradicional de sujeto-objeto, donde es el sujeto quien va en busca de lo deseado para obtenerlo, como si fuese un otro. Esto nos sitúa en entender el deseo como una dualidad: “la cuestión del deseo se convierte fácilmente en la de saber si es lo deseable lo que suscita el deseo o, por el contrario, el deseo el que crea lo deseable”[1]. Visto con esta idea de sujeto-objeto, no se explica su naturaleza, más bien se desvirtúa, ya que lo pone en la categoría de la causalidad.[2] Para el sicoanálisis, el deseo es más bien el movimiento hacia algo otro, algo que le falta a sí mismo, que está presente en el sujeto que desea, pero en forma de ausencia, es decir, se sale de la idea de dualidad y, si es que hubiese una causa, esa sería la presencia de la ausencia. No hay separación ni oposición: hay movimiento.
  La relación entre presencia y ausencia, sería constitutiva del deseo mismo, y a su vez el deseo de toda manifestación de vida. La constitución del deseo la podemos ver representada más explícitamente en la idea de la naturaleza de Eros dada en  El Banquete de Platón. Eros es concebido en la fiesta del nacimiento de Afrodita, por Poros y Penia. Poros representando la abundancia y Penia, la pobreza. Eros por tanto, tendría doble naturaleza, oscila entre lo mucho y lo poco, lo bello y lo feo, lo agitado y lo calmo, lo caliente y lo frío, el amor y el odio, la vida y la muerte. Y es este movimiento oscilatorio, el que constituye la esencia de lo que somos, en tanto cómo nos constituimos naturalmente, hasta cómo se manifiesta nuestra psique en el desarrollo de la vida y las relaciones. Desde el nacimiento, el bebé desea todo lo que le fue quitado abruptamente al dar a luz, desea todo eso que poseía cuando estaba en el vientre materno. Es ahí donde se inicia la búsqueda, el camino, el movimiento que nos conduce a la obtención de eso que nos falta, de eso que creemos ajeno en tanto deseado, pero que no es más que la manifestación de nuestro inconsciente, el cual clama por recuperar lo perdido. Pareciera que el deseo tiene la función de unificar, de ser la fuerza mantenedora, de ser el nexo que mantiene la unión, la unión que hace posible la vida. Sería una especie de neutrón, que está ahí para mantener la relación entre positivo y negativo, pero siempre inclinado al bien. Aristóteles dice que “Todo arte y toda investigación, al igual que toda acción y toda deliberación consciente, tienden, al parecer, hacia algún bien. Por esto mismo se ha definido con razón el bien como <<aquello a lo que tienden todas las cosas>>”[3].
Entendiendo el deseo como análogo a Eros por su doble naturaleza y, comprendiendo también la facultad de originar el movimiento, es posible hablar del deseo, según lo planteado por Lyotard, como una pulsión o un bombeo que permite el paso de la vida a la muerte, entendiendo vida y muerte no necesariamente de manera literal, sino más bien como dos extremos dados en la experiencia de estar vivos. Hay que comprender, cómo es el recorrido, qué ocurre mientras vamos de una pulsión a otra. Estas pulsiones se manifiestan en nuestra vida, de la siguiente forma: lo primero que reconocemos es la carencia, el defecto y es este el que emite la primera señal de alerta para iniciar el movimiento. Nos vemos afectados, incómodos o inquietos; en primera instancia, no sabemos el origen del desagrado, pero basta que nos detengamos un poco, para poder dilucidar que aquella incomodidad está anunciando una necesidad. Y eso que necesito, precisamente es lo que no tengo, por lo que automáticamente la incomodidad se transforma en motivación, motivación de ir hacia eso algo que no tengo, o más precisamente, ir hacia eso algo que no tengo porque me fue quitado. Esta motivación, nos hace salir de este estado inicial de tedio, nos hace movernos, caminar hacia lo deseado. Nos entusiasmamos porque queremos satisfacernos y esa satisfacción se logra, llegando a lo que nos falta. Una vez obtenido aquello, o en otras palabras, una vez unificados por fin presencia y ausencia, es que esa unificación, ese todo, se satura de sí rápidamente. Colapsa la unión, como si ambas naturalezas no pudiesen coexistir, como si la necesidad de constante separación y unión fuese el vínculo que permite su mantención. Del colapso, nuevamente nace la separación, y así el camino de vuelta a lo incompleto, para estar ahí, esperando nuevamente la incomodidad que inicie el movimiento. Es de esta forma, que el deseo puede ser entendido como pulsión de vida y muerte, del paso del ser al no ser y viceversa.
 No debemos olvidar, que las pulsiones tienen experiencias de deseo positivas y negativas. Es importante, reconocer ambas naturalezas, para poder saborear el movimiento. Podemos partir detestándonos a nosotros mismos, por lo cual deseamos y buscamos el amor o la calma que necesitamos; o bien, podemos ya amarnos, y desde ahí buscar el malestar o el odio. El amor no se basta a sí mismo, tanto como el odio tampoco. Así como el deseo tiene doble naturaleza, el humano particularmente dentro de las especies vivientes, también posee esta doble naturaleza. Como diría Nicanor Parra, “es un embutido entre ángel y bestia”.[4]  “Lo que quiere el filósofo no es que los deseos sean convencidos y vencidos, sino que sean examinados y reflexionados”[5]. La idea no es vencer el odio, o el tedio, sino más bien, vivirlos, acogerlos, pensarlos, creerlos. Ya que negarlos, no es más que negar nuestra propia naturaleza. El contenido sustancial de la sabiduría de vida, está en la experiencia de pasar de un extremo a otro, vivir el proceso como único propósito.
“¿Por qué no existe unidad a secas, la unidad inmediata, sino siempre la mediación del uno a través del otro?”[6]  La respuesta a esto, está en el deseo. Es este, el que origina la separación, entendiendo esta separación, como necesidad, como condición primordial para que se ejecute la vida. La idea de la unificación, o del todo, pareciera acercarse a la inmovilidad, y no hay vida posible en lo inmóvil. Es por eso que el deseo aflora desde la más pura energía vital, para evitar que el colapso del todo sea destructivo y pereciente, y hacer de él un loop, un eterno moverse, que pasa a ser el más puro e interno sentido de la vida. Debemos entender el sentido de vida, no como alcanzar un objetivo, ni obtener lo deseado, sino más bien comprender la importancia del proceso, entendiendo el proceso como el ir y venir producido por el deseo. Es ahí donde se encuentra el sentido. Aprender a sentir el paso de un lado a otro. Entender que la vida, análoga a la sabiduría en El Banquete de Platón, es “presencia de una ausencia y sobre todo porque ella es conciencia de intercambio, intercambio consciente, conciencia de que no hay objeto, sino únicamente intercambio”[7].





Bibliografía
Lyotard, J. F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España. Ediciones Paidós.
Platón (1988) El Banquete, Madrid, España. Editorial Gredos.




[1] Lyotard, J F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España. Ediciones Paidós. Pág. 81.

[2] Lyotard, J F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España. Ediciones Paidós. Pág. 81.

[3]  Aristóteles (1985). Ética Nicomaquea, Madrid, España. Editorial  Gredos. Pág. 19
[4]  Parra N. (1954). Poemas y antipoemas, poema Epitafio. Santiago, Chile, Editorial Nascimiento.
[5] Lyotard, J F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España. Ediciones Paidós. Pág. 95.

[6] Lyotard, J F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España. Ediciones Paidós. Pág. 98.

[7] Lyotard, J F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España. Ediciones Paidós. Pág. 94.