La naturaleza de la vida, está constituida por
el deseo, o más bien, el deseo es inherente a toda manifestación de vida. Así
como los protones y los electrones crean fuerzas de atracción y de repulsión, debido
a su carga eléctrica positiva y negativa respectivamente, la psique humana se
comporta en relación a atracciones y rechazos. Ahora bien, en ambos casos,
podemos reconocer la presencia de una similitud de movimiento, pero
aparentemente desconocemos la naturaleza de estas fuerzas, desconocemos el motor
que inicia el movimiento y, es justamente en este punto, donde aparece la idea
del deseo como motor de vida.
Es
preciso, entender el movimiento, como el
modo en que se manifiesta la vida. Todo es, gracias al movimiento. Siguiendo
con el ejemplo anterior, las partículas subatómicas que dan vida a la materia,
funcionan gracias al movimiento, la vida humana también responde debido al
movimiento de quien la vive, etc. Es decir, debemos partir entendiendo el deseo
como motor de movimiento. Esto implica necesariamente, salirse de la idea
tradicional de sujeto-objeto, donde es el sujeto quien va en busca de lo
deseado para obtenerlo, como si fuese un otro. Esto nos sitúa en entender el
deseo como una dualidad: “la cuestión del deseo se convierte fácilmente en la
de saber si es lo deseable lo que suscita el deseo o, por el contrario, el
deseo el que crea lo deseable”[1].
Visto con esta idea de sujeto-objeto, no se explica su naturaleza, más bien se
desvirtúa, ya que lo pone en la categoría de la causalidad.[2]
Para el sicoanálisis, el deseo es más bien el movimiento hacia algo otro, algo
que le falta a sí mismo, que está presente en el sujeto que desea, pero en
forma de ausencia, es decir, se sale de la idea de dualidad y, si es que
hubiese una causa, esa sería la presencia de la ausencia. No hay separación ni
oposición: hay movimiento.
La
relación entre presencia y ausencia, sería constitutiva del deseo mismo, y a su
vez el deseo de toda manifestación de vida. La constitución del deseo la podemos
ver representada más explícitamente en la idea de la naturaleza de Eros dada en
El
Banquete de Platón. Eros es concebido en la fiesta del nacimiento de
Afrodita, por Poros y Penia. Poros representando la abundancia y Penia, la
pobreza. Eros por tanto, tendría doble naturaleza, oscila entre lo mucho y lo
poco, lo bello y lo feo, lo agitado y lo calmo, lo caliente y lo frío, el amor
y el odio, la vida y la muerte. Y es este movimiento oscilatorio, el que
constituye la esencia de lo que somos, en tanto cómo nos constituimos
naturalmente, hasta cómo se manifiesta nuestra psique en el desarrollo de la
vida y las relaciones. Desde el nacimiento, el bebé desea todo lo que le fue
quitado abruptamente al dar a luz, desea todo eso que poseía cuando estaba en
el vientre materno. Es ahí donde se inicia la búsqueda, el camino, el
movimiento que nos conduce a la obtención de eso que nos falta, de eso que
creemos ajeno en tanto deseado, pero que no es más que la manifestación de
nuestro inconsciente, el cual clama por recuperar lo perdido. Pareciera que el
deseo tiene la función de unificar, de ser la fuerza mantenedora, de ser el
nexo que mantiene la unión, la unión que hace posible la vida. Sería una
especie de neutrón, que está ahí para mantener la relación entre positivo y
negativo, pero siempre inclinado al bien. Aristóteles dice que “Todo arte y
toda investigación, al igual que toda acción y toda deliberación consciente,
tienden, al parecer, hacia algún bien. Por esto mismo se ha definido con razón
el bien como <<aquello a lo que tienden todas las cosas>>”[3].
Entendiendo
el deseo como análogo a Eros por su doble naturaleza y, comprendiendo también
la facultad de originar el movimiento, es posible hablar del deseo, según lo
planteado por Lyotard, como una pulsión o un bombeo que permite el paso de la
vida a la muerte, entendiendo vida y muerte no necesariamente de manera
literal, sino más bien como dos extremos dados en la experiencia de estar vivos.
Hay que comprender, cómo es el recorrido, qué ocurre mientras vamos de una
pulsión a otra. Estas pulsiones se manifiestan en nuestra vida, de la siguiente
forma: lo primero que reconocemos es la carencia, el defecto y es este el que
emite la primera señal de alerta para iniciar el movimiento. Nos vemos afectados,
incómodos o inquietos; en primera instancia, no sabemos el origen del
desagrado, pero basta que nos detengamos un poco, para poder dilucidar que
aquella incomodidad está anunciando una necesidad. Y eso que necesito,
precisamente es lo que no tengo, por lo que automáticamente la incomodidad se
transforma en motivación, motivación de ir hacia eso algo que no tengo, o más
precisamente, ir hacia eso algo que no tengo porque me fue quitado. Esta
motivación, nos hace salir de este estado inicial de tedio, nos hace movernos,
caminar hacia lo deseado. Nos entusiasmamos porque queremos satisfacernos y esa
satisfacción se logra, llegando a lo que nos falta. Una vez obtenido aquello, o
en otras palabras, una vez unificados por fin presencia y ausencia, es que esa
unificación, ese todo, se satura de sí rápidamente. Colapsa la unión, como si
ambas naturalezas no pudiesen coexistir, como si la necesidad de constante
separación y unión fuese el vínculo que permite su mantención. Del colapso,
nuevamente nace la separación, y así el camino de vuelta a lo incompleto, para
estar ahí, esperando nuevamente la incomodidad que inicie el movimiento. Es de
esta forma, que el deseo puede ser entendido como pulsión de vida y muerte, del
paso del ser al no ser y viceversa.
“¿Por
qué no existe unidad a secas, la unidad inmediata, sino siempre la mediación
del uno a través del otro?”[6] La respuesta a esto, está en el deseo. Es
este, el que origina la separación, entendiendo esta separación, como
necesidad, como condición primordial para que se ejecute la vida. La idea de la
unificación, o del todo, pareciera acercarse a la inmovilidad, y no hay vida
posible en lo inmóvil. Es por eso que el deseo aflora desde la más pura energía
vital, para evitar que el colapso del todo sea destructivo y pereciente, y
hacer de él un loop, un eterno
moverse, que pasa a ser el más puro e interno sentido de la vida. Debemos
entender el sentido de vida, no como alcanzar un objetivo, ni obtener lo
deseado, sino más bien comprender la importancia del proceso, entendiendo el
proceso como el ir y venir producido por el deseo. Es ahí donde se encuentra el
sentido. Aprender a sentir el paso de un lado a otro. Entender que la vida,
análoga a la sabiduría en El Banquete
de Platón, es “presencia de una ausencia y sobre todo porque ella es conciencia
de intercambio, intercambio consciente, conciencia de que no hay objeto, sino
únicamente intercambio”[7].
Bibliografía
Lyotard,
J. F. (1989). ¿Por qué filosofar?,
Barcelona, España. Ediciones Paidós.
Platón
(1988) El Banquete, Madrid, España.
Editorial Gredos.
[1] Lyotard, J F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España.
Ediciones Paidós. Pág. 81.
[2] Lyotard, J F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España.
Ediciones Paidós. Pág. 81.
[3] Aristóteles (1985). Ética Nicomaquea, Madrid, España. Editorial Gredos. Pág. 19
[4] Parra N. (1954). Poemas y antipoemas, poema Epitafio. Santiago, Chile, Editorial
Nascimiento.
[5] Lyotard, J F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España.
Ediciones Paidós. Pág. 95.
[6] Lyotard, J F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España.
Ediciones Paidós. Pág. 98.
[7]
Lyotard, J F. (1989). ¿Por qué filosofar?, Barcelona, España.
Ediciones Paidós. Pág. 94.
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