martes, 18 de octubre de 2016

"Un día el hombre" por Macarena Yupanqui


Fue más o menos a los once años de edad cuando comenzaron a rodearme las miraditas, esas sigilosas miraditas de reojo hacia el trasero, o esas chupadas de labio con los ojos dirigidos a la vagina. Once años de edad y comenzaba  a sentir incomodidad de usar calzas, o de pasar en frente a una construcción. Me parece insólito, ahora a los veintiséis,  haber sentido a los once años que esa seguidilla de acciones era parte de “lo normal”, era momento de crecer, ya nos crecieron los pechos y nos salió el vello púbico,  había que comenzar a cuidarse, a estar atentas y ser pillas, ya somos mujeres, listas para….

Han matado a más de 20 mujeres durante el año 2016, acá en Chilito, a la vuelta de la esquina, en la casa del vecino, a tres estaciones de metro de nuestro trabajo, en nuestras narices (y esto se repite en cualquier lugar del mundo donde te encuentres parado).
Cuando los femicidios comenzaron a aumentar (o más bien, comenzaron a darse a conocer, debido  a la masificación de las redes sociales), pensaba en lo horrible que debió haber sido para aquella mujer estar ahí en ese momento, pensaba en lo que haría yo si me ocurriera algo similar o ingeniaba mentalmente estrategias para defenderme, pensaba también en la suerte que había tenido en mi adolescencia, en esa ruleta rusa, que gira día a día, en las calles, al aceptar la invitación a salir con alguien, al caminar por una calle sola o de noche, al ir a una entrevista de trabajo, al levantar la voz a un hombre que no conoces del todo… nunca di un sí fatal, no llegué a manos de un enfermo… pero no todas tuvieron la misma suerte.
Hemos crecido con miedo y ahora tenemos terror e incluso  algo mucho peor: odio. El odio se respira, se lee, se ve, se siente en el alma… ese resentimiento, que de alguna forma no queremos sentir, pero que nos nace de las vísceras, como una necesidad,  como una fuerza que nos motiva, como una nueva identidad femenina, que nos hace luchadoras, rudas, fuertes y resistentes.
Pero yo me pregunto, ¿hacia dónde? ¿hacia quién?, ¿qué es realmente lo que odiamos? ¿a los hombres?, ¿al asesino?, ¿a nosotras mismas, por no haber nacido más fuertes para poder defendernos? ¿a la especie? ¿al miedo mismo?.
Antes de haber tocado fondo con la ira ante tanta masacre, pensaba que el arma contra el miedo era el amor, pero esa idea quedó obsoleta, basta ver cómo vivimos: rejas en las ventanas, alarmas de seguridad en las casas, cadenas, candados, desconfianza, hostilidad.  Pues entonces más aún, en esta gran lucha contra el mayor de los miedos, la muerte, debemos responder y defendernos con la misma moneda. Suena primitivo y vulgar, pero hay hechos en los que topándome con esta realidad lo he comprobado. Dentro de mi pesimismo, creo que el mundo está devastado, nos topamos de frente con una realidad que no es más que la realidad de las condiciones que tenemos como especie humana: hombre y mujer/fuerza y debilidad, y ojo que la fuerza física claramente no es excusa, es el triste motor depositado en una especie enajenada que no la sabe usar. Por lo mismo, nuestra bandera de lucha y en lo único que podemos depositar fe, es paradójicamente en la violencia, en la autodefensa, en el miedo, imagínense, el miedo, nuevamente aparece el miedo, pero esta vez del otro lado.
 Recuerdo que una vez, cuando estaba embarazada a los veinte años, estaba profundamente triste porque sentía que la vida no estaba siendo justa conmigo, sentía que era totalmente injusto que el padre de mi hija siguiera con su vida como si nada, sin vivir ese embarazo, sin hacerse siquiera cómplice de este estado, y en un almuerzo que tuve con mi papá y su pareja, exploté a llorar, y ella me dijo: “pero Maca, si la vida no es justa, la justicia no existe, nos han enseñado mal, eso lo puedes notar en la naturaleza, en la naturaleza el más débil siempre sale perdiendo, ¡y es así!...”
 En ese minuto, lo entendí, pero entenderlo no hizo que me sintiera mejor.  Como todas las cosas, el tiempo y la digestión dan el resultado de lo que vamos viviendo y adquiriendo. Lo hacemos no una vez que lo entendemos, sino una vez que lo vivimos.
Aquí, nos encontramos cara a cara con la realidad, la realidad que aceptamos como real porque viene de nuestro interior, ese odio triste con el que leemos cada noticia macabra es real. Así creo que una cosa es cierta: estamos en guerra… una guerra que se está peleando, pero llena de interrogantes, de dardos mal tirados, de miedos y rabias que apuntan a un lugar en el fondo desconocido, ese lugar donde está el rival, pero…  no conocemos al rival. Sabemos que son los hombres, pero ahí topamos en que son sólo algunos los que matan, entonces apuntamos al machismo, a la crianza, a los valores, a la educación sexista, el famoso patriarcado, a las mismas mujeres criadoras de machitos, ésos que no saben ni siquiera hacer una cama, pero… ¿Son realmente esos lugares dónde encontramos las respuestas a las muertes, a las torturas, a las violaciones?, pensar que la respuesta es sí,  es lo que tiene al mundo “movilizado” por una causa que vista con ojos de esperanza tiene solución, quizás después de siglos de batalla, pero tiene solución.
 Durante años se ha “competido” entre hombre y mujer, siempre ha existido esa lucha, ese gallito constante, desde lo más cotidiano (cómo la hostilidad que hay en un hogar dónde las labores no son realizadas por ambos de manera justa),  hasta lo más intangible (como llegar a medir inteligencias, capacidades cognitivas o destrezas laborales). ¿No parece absurdo?, créanme que no lo es, más que la vida misma.
Se ha intentado identificar el problema, se ha hablado de machismo, de patriarcado, de derechos, de igualdad, pero hay una cosa que escapa a todas esas calificaciones: la psicopatía, el degeneramiento, y todas las naturalezas  amorales que provocan la muerte y el caos social. En esta batalla hay dos enemigos: el asesino y la estupidez. Por un lado debemos defendernos y por otro lado debemos reeducar, reeducarnos, disciplinarnos, hacernos cargos del “yo mismo”, reconstruir las ideas de un patrón o norma que instruya y conduzca nuestra naturaleza violenta.









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