Ahí va la abuelita. Pongamos que se llama Hilda o
Delia o Rosa. Ahí va la abuelita. Con ese paso lento, calmado, cansado. No le
importa si al sol o a la sombra, ella va.
La veo siempre. Como a las cinco o seis de la tarde.
Camina por calle Herrera, llega a la Panadería. Con la misma calma que anda
sube el peldaño, saluda, va al pan. Los elige con cuidado. Los mete a la bolsa
blanca de plástico y los pesa.
Con la paciencia que eligió el pan y camina, la
abuelita (que se puede llamar Marta o María o Inés) saca su chauchera. Las tira
todas al mesón y las separa, las cuenta, las toma y las pasa. ¿Algo más? le
preguntan. Nada más, dice.
De la bolsa blanca de plástico se traslucen dos
marraquetas. “Nada más” dice ella. Dos
marraquetas, pienso yo. Quizás para ella y su viejo. Quizás sólo para ella,
para tomar tecito y dejar para el desayuno de mañana.
Se despide la abuelita, que se puede llamar Julieta o
Julia o Marcela. Baja con esa calma, como si ese fuera su tiempo. Como si los
días tuvieran 48 o 72 horas. Y por calle Herrera retoma el camino.
Se irá a su casa. Prenderá la tetera. El viejo pondrá
la mesa y se sentarán a tomar once y ver la teleserie. O no, quizás el viejo ya
no esté. Y ella pondrá la mesa y se sentará a tomar once y ver la teleserie. Se
acostará temprano, antes de las noticias. Mañana se levantará con las gallinas,
como dice ella.
El domingo vienen los niños con los nietos. El tata y
la abuelita van a estar felices. O la pura abuelita, con el viejo siempre
presente en esa foto en blanco y negro que tiene en el living.
Mañana de nuevo saldrá a comprar el pan, a la misma
hora, porque empieza el fresco y sale calientito. No sabe qué hará de almuerzo
pero tiene ideas. Yo la miro mientras camina. Y me quedo parado un rato para
que me saque ventaja. No quiero que mi mundo, ese que anda más rápido que de
costumbre, la vaya a asustar o haga que camine más rápido. En cambio la espero,
la miro, y dejo que esa lentitud, esa calma o ese cansancio, me llene un
ratito.
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