El Chapecoense. Un equipo que en lo personal no
ubicaba, ni sabía que iba a jugar la final de la Copa Sudamericana: hasta hoy.
La noticia la sabemos todos. Un trágico viaje. Choque
del avión donde murieron más de setenta personas, entre ellos la gente que
trabajaba en el avión. Iban a Colombia, Medellín. Iban a disputar la final.
Deberían haber salido en las portadas por otras
cosas. La gente, su familia e hinchada, deberían estar derramando lágrimas por
haber conquistado, quizás, su primera copa internacional o por haber rozado la
gloria.
Pero no. El destino es cruel a veces. Como al Alianza
de Lima, como al Strongest de Bolivia o los hinchas de O’higgins de Rancagua.
Todos ellos sufrieron del destino cruel. De las máquinas.
Gracias al comentario siempre fiel de Jorge Rubio, el
Poke, me enteré que entre los jugadores uno iba a ser papá, selfies y demás.
Alegría pura. Iban a Colombia a jugar la que quizás era la primera final
continental del club.
Ninguno de esos jugadores, ninguno, va a poder tener
otra chance. Ninguna revancha para meter el penal errado, para salir jugando a
toque corto o despejarla lo más lejos que se pueda. No hay más oportunidad para
evitar esa amarilla que te dejó fuera del siguiente partido. No se va a poder
dar más el próximo partido. Porque en este partido de 180 minutos, hubo ida
pero no hay vuelta.
Hoy el fútbol que tanto queremos suma más de setenta
estrellas nuevas en su firmamento. Hoy el fútbol que tanto queremos no va a
poder dar esa revancha que siempre esperamos.
El Chapocoense está de luto. Quizás Brasil entero
está de luto. El fútbol está de luto. Pero hoy el pasto de cada campo de juego
será más verde. Buen viaje a la cancha eterna y desde arriba sigan regateándole
al destino: ese destino que los tuvo tan cerca de la gloria pero más cerca de
la muerte.
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