El
único
Mis primeros pasos en el mundo
del fútbol fueron, como los de muchos que he conocido, en un deporte parecido
pero no igual: la pichanga.
En el pasaje Berlín, lugar donde
crecí y me críe, pasaba largas horas jugando y chuteando todo tipo de balones
con la generación que era más grande que yo. En esa época ellos tenían quince o
dieciséis años y yo sólo cinco.
El partido que recuerdo con más
claridad fue cuando jugamos un domingo, en la noche –nunca jugábamos los
domingos en la noche porque la ley del “ir a clases” nos lo impedía– pero ese
día se jugó, un domingo y de noche. Toda una revolución.
“Los grandes” como llamaba al
grupo ya mencionado, que eran los mismos cabros que elegían y se creían
personajes de Dragon Ball Z después de ver una película de la serie, se dieron
el lujo de poder burlar el poder imperante y organizaron a eso de las nueve o
diez de la noche una pichanga.
No sólo teníamos en contra al
horrible horario escolar, también estaba como antagonista alguna vecina que
pudiera salir a reclamar por la bulla ya que a esa hora estaba acostada
esperando o viendo el tiempo para ver si podía colgar ropa al día siguiente.
Además de esos factores, recuerdo
el partido porque mi mamá estaba sentada en la puerta de la casa viendo el
cotejo. Era la única y en primera fila, sin ningún temor a los pelotazos.
No podía ser menos, entonces.
Había una sola hincha en la cancha y era mi hincha. Metí alrededor de seis
goles, el equipo rival reclamó diciendo que eran cinco porque me acusaron de
haber sacado de las manos la pelota al arquero en el último tanto.
Para mí claro que valió, si se la
quité o no me dio lo mismo. Mientras los demás discutían por la validez del
tanto, ocupando argumentos como el “gol o penal”, yo corrí como loco. Había
sido una noche redonda.
Para mí valió. Valió mucho.
Cuando corrí fui a la puerta, a la silla. Ese gol, el sexto de ese domingo en
la noche, viciado o no, valió más cualquier otro. Ese gol fue el único que le
dediqué a mi mamá.
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